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ITZIAR OKARIZ. RESPIRACIÓN Y OTROS SONIDOS

A cargo de Cèlia del Diego

La expresión más in/significante del signo

La voz de Itziar Okariz y de sus colaboradores invade la planta baja de La Panera. El grano de la voz, tomando prestada la expresión de Roland Barthes, es el encargado de cosificar la invisibilidad de aquellos que habitan la muestra «Respiración y otros sonidos», quien traduce la imagen mental de la palabra a su representación sonora. La artista, que se resiste a la normativización y a las convenciones propias del lenguaje, experimenta con su desarticulación en busca de unidades de significación mínimas: sonidos, palabras, gritos, gestos, están aislados, descentrados, fragmentados, amplificados y repetidos, una vez, y otra, y otra, y otra.

Pero la repetición nunca sucede del mismo modo. Aunque quizás aparentemente no modifique nada en el objeto que se repite, sí lo hace en quien la contempla, y no solo porque la espera del elemento repetido suponga una anticipación de ese que previamente ya se ha retenido en la memoria, sino sobre todo porque —como dice Gilles Deleuze en su ensayo Diferencia y repetición— «el modo como la sensación, la percepción, pero también la necesidad y la herencia, el aprendizaje y el instinto, la inteligencia y la memoria participan de la repetición se mide en cada caso por la combinación de formas de repetición, por los niveles en los que se elaboran estas combinaciones, por la puesta en relación de estos niveles...». Cada una de las repeticiones ocurre en unas circunstancias y en un tiempo específicos que la hacen necesariamente única (e irrepetible). Cada nueva reproducción cede el espacio a la posibilidad de ser recibida por el visitante de un modo diferenciado, y de ser dotada así de nuevas significaciones. 

La exposición se abre en un estado de latencia en el que aparentemente nada sucede y al mismo tiempo todo está por suceder. Dos altavoces y una imagen congelada acechan silentes sendos momentos de activación. Por un lado, el registro de la performance Contrarywise (2010), donde Itziar Okariz estudia las posibilidades comunicativas que le ofrecen los adverbios de afirmación y de negación, y entra en diálogo con ella misma gracias al efecto espejo que le proporciona un dispositivo electrónico que le devuelve su propia voz con un retraso variable. Los giros imprevisibles que se producen en este desdoblamiento, tanto con respecto a la alternancia ritmada entre los síes y los noes como con respecto a la gradación de entonaciones, hacen evolucionar la conversación de la convicción a la duda, de la conformidad a la discusión. En la misma línea de investigación se sitúa IrrintziRepetición (2007), el documento videográfico de una acción que la artista realizó a puerta cerrada en los espacios del Museo Guggenheim de Bilbao. El irrintzi es una forma de lenguaje primigenia de la tradición vasca mediante la cual los pastores se comunicaban entre los valles gracias a la reverberación que les proporcionaban las montañas, y que con el tiempo se ha convertido en un símbolo identitario de celebración de la cultura vasca, e incluso en una herramienta de reivindicación política. Un grito ancestral que la artista ha puesto a prueba en múltiples ocasiones. En el espacio de La Panera, y con una frecuencia establecida, los irrintzis de Okariz irrumpen sin previo aviso y resuenan por todas partes, hasta el punto de cortocircuitar por unos instantes las demás intervenciones de la exposición. 

La performance ha sido transferida al espacio expositivo mediante una instalación que disocia la imagen del sonido. Este es un recurso en el que la artista está profundizando en sus trabajos más recientes, por ejemplo en Las estatuas (2018), que es una colección abierta de grabaciones de las conversaciones que mantiene con objetos inanimados como La musa de Brancusi, en el Guggenheim de Nueva York, o un atleta griego y un relicario del siglo XVI, en el Metropolitan. En ellas, la acción es grabada por la cámara de un móvil en la que se filtra el sonido ambiental del museo, pero no alcanza a capturar la voz de la artista. En este trabajo la narración se construye a partir de las ausencias que se generan por el desconocimiento de los contenidos de estas «conversaciones» (unilaterales) de las que solo percibimos el rastro. La propuesta pone en cuestión los estándares del acto comunicativo, de la misma manera que las acciones de Mear en espacios públicos y privados o Trepar edificios públicos supusieron un desafío a las normativas de comportamiento establecidas en estos espacios.  

La relación de seducción entre la cámara y la experiencia física de acciones más o menos comunes, como hablar, saltar o bailar, han estado presentes a lo largo de toda su carrera. En Un, dos, tres, pajarito inglés (2018), el acto consciente de respirar unido a la práctica de la congelación del movimiento propia de este juego infantil vertebra la propuesta. Imagen y sonido son de nuevo discriminados. Siete altavoces antropomorfos reproducen de forma casi escultórica el ejercicio de figuración sonora de un tipo de respiración de yoga llamada Ujjayi o respiración oceánica, que, como su nombre apunta, recuerda el rumor de las olas del mar. De acuerdo con las indicaciones de la artista, los intérpretes de este coro de respiraciones detenían su acción cuando la cámara los enfocaba. El tratamiento fragmentado y reiterado de la imagen azarosa registrada por la cámara y su proyección sobre los paneles acústicos que enmarcan la instalación la convierten casi en un patrón de estampación de resonancias orientales. 

Esta experimentación con la fragmentación, con la capacidad de narración de lo ausente (que no se ve o no se oye), la diferencia que habita en la repetición, la latencia y el gesto congelado ritman una muestra protagonizada por la búsqueda del signo mínimo de identidad con el que Itziar Okariz pone en relación las posibilidades de construcción espacial que le ofrece la escultura con la identificación de los límites y la transgresión de las normas que desarrolla a lo largo de su dilatada trayectoria en la práctica de la performance, cuando ya hace cerca de veinticinco años de esos días en los que bailaba ante el objetivo al ritmo de la banda pospunk Siouxsie and the Banshees. 

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